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La muerte en Samarkanda

Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:
- Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
- ¿Por qué?
- Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
- ¿La muerte? Sigue leyendo

Cruce de trenes

Estaba revisando los últimos pedidos cuando nos detuvimos para ceder paso al expreso. La luz del vagón se apagó, levanté la vista del listado y la vi a través de las dos ventanillas. Ha perdido los rasgos infantiles, pero aquellos eran sus rizos, indomables a cualquier peinado, y suyos los ojos castaños que, adivinándome en la oscuridad, lanzaron una mirada de súplica. Incluso reconocí el libro que llevaba entre las manos, una antología de los cuentos de Andersen que Luisa y yo le regalamos cuando cumplió diez años.

La verdadera justicia

Caminaba un filósofo griego pensando en sus cosas, cuando vio a lo lejos dos mujeres altísimas, del tamaño de varios hombres puestos uno encima del otro. El filósofo, tan sabio como miedoso, corrió a esconderse tras unos matorrales, con la intención de escuchar su conversación. Las enormes mujeres se sentaron allí cerca, pero antes de que empezaran a hablar, apareció el más joven de los hijos del rey. Sangraba por una oreja y gritaba suplicante hacia las mujeres:

- ¡Justicia! ¡Quiero justicia! ¡Ese villano me ha cortado la oreja!

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El compañero de viaje

El pobre Juan estaba muy triste, pues su padre se hallaba enfermo e iba a morir. No
había más que ellos dos en la reducida habitación; la lámpara de la mesa estaba próxima
a extinguirse, y llegaba la noche.
- Has sido un buen hijo, Juan -dijo el doliente padre-, y Dios te ayudará por los caminos
del mundo -. Dirigióle una mirada tierna y grave, respiró profundamente y expiró;
habríase dicho que dormía. Juan se echó a llorar; ya nadie le quedaba en la Tierra, ni
padre ni madre, hermano ni hermana. ¡Pobre Juan! Arrodillado junto al lecho, besaba la
fría mano de su padre muerto, y derramaba amargas lágrimas, hasta que al fin se le
cerraron los ojos y se quedó dormido, con la cabeza apoyada en el duro barrote de la
cama.
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La gran serpiente de mar

Érase un pececillo marino de buena familia, cuyo nombre no recuerdo; pero esto te lo
dirán los sabios. El pez tenía mil ochocientos hermanos, todos de la misma edad. No
conocían a su padre ni a su madre, y desde un principio tuvieron que gobernárselas
solos, nadando de un lado para otro, lo cual era muy divertido. Agua para beber no les
faltaba: todo el océano, y en la comida no tenían que pensar, pues venía sola. Cada uno
seguía sus gustos, y cada uno estaba destinado a tener su propia historia, pero nadie
pensaba en ello.
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El jardinero y el señor

A una milla de distancia de la capital había una antigua residencia señorial rodeada de
gruesos muros, con torres y hastiales.
Vivía allí, aunque sólo en verano, una familia rica y de la alta nobleza. De todos los
dominios que poseía, esta finca era la mejor y más hermosa. Por fuera parecía como
acabada de construir, y por dentro todo era cómodo y agradable. Sobre la puerta estaba
esculpido el blasón de la familia. Magníficas rocas se enroscaban en torno al escudo y
los balcones, y una gran alfombra de césped se extendía por el patio. Había allí
oxiacantos y acerolos de flores encarnadas, así como otras flores raras, además de las
que se criaban en el invernadero.

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Los cisnes salvajes

Lejos de nuestras tierras, allá adonde van las golondrinas cuando el invierno llega a
nosotros, vivía un rey que tenía once hijos y una hija llamada Elisa. Los once hermanos
eran príncipes; llevaban una estrella en el pecho y sable al cinto para ir a la escuela;
escribían con pizarrín de diamante sobre pizarras de oro, y aprendían de memoria con la
misma facilidad con que leían; en seguida se notaba que eran príncipes. Elisa, la
hermana, se sentaba en un escabel de reluciente cristal, y tenía un libro de estampas que
había costado lo que valía la mitad del reino.

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Tía Dolor de Muelas

¿Qué de dónde hemos sacado esta historia? ¿Quieres saberlo?
Pues la hemos sacado del barril que contiene el papel viejo.
Más de un libro bueno y raro ha ido a parar a la mantequería y a la abacería, no
precisamente para ser leído, sino como articulo utilitario. Lo emplean para liar
cucuruchos de almidón y café o para envolver arenques, mantequilla y queso. Las hojas
escritas son también útiles. Sigue leyendo